En diciembre de 2003, Joyce Vincent murió de un aparente ataque de asma en su piso del norte de Londres. La televisión seguía encendida. El correo siguió repartiéndose. Su alquiler se descontaba automáticamente de su cuenta bancaria. Pasaron los días y nadie se dio cuenta de que había muerto.
Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses. Había grandes contenedores en el edificio contiguo al suyo, así que los vecinos nunca prestaron mucha atención al olor que salía de su piso. El piso estaba lleno de niños y adolescentes ruidosos y nadie cuestionó el zumbido constante del televisor de fondo.
Finalmente, la cuenta bancaria de Joyce se secó. Su casero le envió cartas de cobro. Aquellas cartas, como las demás, simplemente cayeron en los montones esparcidos por el suelo. No recibieron respuesta. Finalmente, con más de seis meses de alquiler atrasado, el casero obtuvo una orden judicial para echarla por la fuerza del local. Los agentes judiciales derribaron la puerta y sólo entonces descubrieron su cadáver. Era enero de 2006, más de dos años después de su muerte.
En aquel momento, nadie vino a buscar a Joyce Vincent. Ni familiares, ni amigos, ni compañeros de trabajo, ni vecinos que llamaran a la puerta para ver si todo iba bien. Nadie llamó. Nadie se apuntó. Tenía 38 años cuando murió.
Esta historia es increíble por sus implicaciones sociales. Parece incomprensible que pasen años enteros sin que nadie se dé cuenta de que una persona ha muerto. Sin embargo, este tipo de historias suceden a menudo. Seguro que usted ha visto alguna historia parecida a la de Joyce Vincent. Y todas son iguales.
Una persona vive sola. Pierden el contacto con la familia y los amigos. Nunca conocen a sus vecinos. Se queda encerrada con la televisión o el ordenador durante años. El mundo se mueve como si ya no estuvieran allí hasta que un día ya no están.
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