Luis Castillo Córdova
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Lunes, 14 de Octubre de 2019
El autor sostiene que es irrazonable exigir la formalidad de la aprobación del Pleno del Congreso para admitir a trámite la demanda competencial, no solo porque no es posible de ser cumplida sino también porque impediría que el proceso competencial consiga su finalidad y que el TC cumpla con el encargo que justifica su existencia. En todo caso, refiere que, ante la duda razonable acerca de la procedencia o no de la demanda competencial, el TC deberá aplicar el principio pro actione y declararla admitida a trámite.
La posición jurídica del Tribunal Constitucional
Todos los órganos creados por la
Constitución ocupan un determinado lugar en el sistema jurídico. Un tal
lugar viene definido por la función que debe cumplir, y de esta
dependerá las atribuciones que se le reconozcan. Al Tribunal
Constitucional (en adelante TC) el Constituyente le ha encargado
expresamente el control de la constitucionalidad de las decisiones
públicas y privadas (artículo 201 de la Constitución). Para cumplir un
tal encargo, le ha reconocido una serie de atribuciones (artículo 202 de
la Constitución) de tal envergadura que permiten sostener que, en
comparación a las atribuciones del otro controlador de la
constitucionalidad (el Juez, según el segundo párrafo del artículo 138
de la Constitución), son mayores en número e intensidad. Esto reclama
reconocer al TC como controlador mayor o controlador supremo de la
constitucionalidad.
En la medida que no es posible una labor
de control constitucional sin previa interpretación de la Constitución,
deberá reconocerse que quien es controlador de la constitucionalidad
necesariamente será intérprete de la Constitución. De modo que quien es
controlador supremo irremediablemente será también intérprete supremo de
la Constitución. Estos dos elementos dibujan la posición jurídica del
TC en el sistema constitucional peruano: es supremo intérprete de la
Constitución y supremo controlador de la constitucionalidad.
Consecuentemente, debe ser reconocido que
el Constituyente le ha encargado al TC que controle la
constitucionalidad de las interpretaciones que de la Constitución lleven
a cabo los poderes públicos y los particulares; y que controle las
decisiones (normativas y no normativas) que adopten los poderes públicos
y los particulares. Esta es la razón de ser del TC en el sistema
jurídico peruano: velar por la plena vigencia de la Constitución,
evitando que sea falseada con interpretaciones inconstitucionales, y
evitando que sea transgredida con decisiones (normativas o no
normativas) inconstitucionales.
El proceso competencial
Al TC como supremo intérprete y
controlador de la constitucionalidad, se le ha atribuido “[c]onocer los
conflictos de competencia, o de atribuciones asignadas por la
Constitución, conforme a ley” (artículo 202.3 de la Constitución). Como
intérprete supremo de la Constitución, el TC identifica el contenido
normativo de las distintas disposiciones que regulan las atribuciones y
consecuentes competencias que el Constituyente ha asignado a los
distintos órganos constitucionales.
El Poder Ejecutivo está habilitado para
interpretar las disposiciones de la Constitución que regulan sus
atribuciones; de la misma manera, el Congreso de la República está
habilitado para interpretar las disposiciones de la Constitución que
regulan sus atribuciones. Si estas interpretaciones son contrarias entre
sí, el TC no solo tiene la posibilidad sino también la obligación
constitucional de cumplir con la misión que le ha encomendado el
Constituyente y que da sentido a su existencia, y debe proceder a
dilucidar cuál de las dos interpretaciones efectuadas es la que se
ajusta a la Constitución y cuál no.
El Constituyente ha decidido, pues, que
el control de constitucionalidad tanto de las interpretaciones de las
disposiciones de la Constitución que realicen los poderes públicos en
relación a sus atribuciones y competencias, así como de las decisiones
que hayan sido adoptadas con base en tales interpretaciones, se lleve a
cabo a través del proceso competencial.
La legitimidad para obrar en el proceso competencial
El desarrollo del proceso competencial se
recoge en el Código Procesal Constitucional, en el que se ha decidido
que “[l]os poderes o entidades estatales en conflicto actuarán en el
proceso a través de sus titulares. Tratándose de entidades de
composición colegiada, la decisión requerirá contar con la aprobación
del respectivo pleno” (artículo 109). Desde esta disposición es posible
concluir las siguientes dos normas constitucionales adscriptas:
N109: Está ordenado a los
poderes públicos o a las entidades estatales en conflicto, actuar en el
proceso a través de sus titulares.
N109’: Está ordenado que,
tratándose de entidades de composición colegiada, la decisión de
interponer una demanda competencial cuente con la aprobación del
respectivo pleno.
Estas dos normas predicadas del Congreso de la República, tendrán los siguientes enunciados deónticos:
N109: Está ordenado al Congreso de la República actuar en el proceso competencial a través de su Presidente.
N109’: Está ordenado que,
tratándose del Congreso de la República, la decisión de interponer una
demanda competencial cuente con la aprobación de su pleno.
Conviene preguntarse por la aplicación de
estas dos normas constitucionales a la concreta demanda competencial
presentada por Pedro Olaechea contra la decisión del Presidente de la
República de disolver el Congreso de la República para indagar de cada
una de ellas, primero, si es aplicable, y si siendo aplicable ha sido o
no cumplida en la presentación de la concreta demanda competencial.
La subsistencia del Presidente del Congreso de la República
Resolver ambas cuestiones en relación a
la norma N109, exige tomar en cuenta que el segundo párrafo del artículo
42 del Reglamento del Congreso, dispone que “[l]a Comisión Permanente
está presidida por el Presidente del Congreso y está conformada por no
menos de veinte Congresistas elegidos por el Pleno, guardando la
proporcionalidad de los representantes de cada grupo parlamentario”. La
Comisión permanente está integrada y presidida por el Presidente del
Congreso de la República. La disolución del Congreso de la República,
signifique lo que signifique, no alcanza ni al Presidente del Congreso
de la República, ni a los congresistas que integran la Comisión
Permanente. Todos ellos la integran en calidad de miembros del Congreso
de la República y con tal calidad se mantienen. Si no se les considerase
congresistas y, como tales, miembros del Órgano constitucional que
titulariza el poder legislativo, no habría modo ni lógico, ni jurídico,
de cumplir ninguna de las atribuciones que la Constitución asigna a la
Comisión Permanente, atribuciones que son propias del poder legislativo
que titulariza el Congreso y que ejerce a través de sus distintos
órganos internos.
Bien vistas las cosas, la disolución del
Congreso de la República lo que significa es la disolución de un
concreto Pleno, pero no puede significar la disolución del Órgano ni la
suspensión del poder público que éste órgano titulariza. El Congreso de
la República como Órgano público sigue existiendo, ya no con todas sus
atribuciones propias del poder público que titulariza y que ejercía a
través de su Pleno que, aunque “máxima asamblea deliberativa (artículo
29 del Reglamento), no deja de ser uno de los órganos internos del
Congreso (artículo 27.a del Reglamento); sino con algunas muy pocas
atribuciones que ejercerá a través de otro (más que simple) órgano: la
Comisión Permanente que, por mandato de la Constitución, seguirá
existiendo. La existencia de esta Comisión es prueba inequívoca de que
el Congreso como Órgano y el poder público que titulariza, no se han
suspendido, siguen existiendo y, consecuentemente, sigue manteniéndose
la figura de Presidente del Congreso de la República.
En el caso concreto, la demanda
competencial ha sido presentada por Jorge Olaechea quien al momento de
la disolución del Pleno del Congreso de la República era Presidente del
Congreso, y que como tal no le alcanzó la disolución porque, por mandato
del artículo 42 del Reglamento del Congreso, integra y preside la
Comisión Permanente que no ha sido disuelta.
En contra se ha sostenido que Pedro
Olaechea no es Presidente del Congreso de la República porque no existe
un tal Congreso al haber sido disuelto, consecuentemente no tiene
legitimidad para demandar. Sin embargo, esta es una afirmación que no le
acompaña la corrección exigida para ser tomada en cuenta. Nuevamente es
importante una adecuada diferenciación entre lo fáctico y lo jurídico.
Aun asumiendo que el Congreso de la República como Órgano constitucional
ha sido suspendido, afirmación que acaba de ser negada, tal suspensión
se ha verificado en los hechos, y queda por determinar si lo ha sido
también jurídicamente. Solo si el Decreto Supremo de disolución es
constitucionalmente válido, se podrá sostener que la disolución ha sido
también jurídica, si no es constitucionalmente válido significará que
jurídicamente no se ha producido la disolución del Congreso.
Esto tiene muchas y relevantes
consecuencias; ahora solo podré mostrar una de ellas: algo que se va a
discutir para definir su validez jurídica en un proceso constitucional,
es manifiestamente inidóneo para definir el cumplimiento o no de un
requisito de procedencia de ese mismo proceso constitucional. Esta
consecuencia se sostiene sobre una exigencia básica de razón: el efecto
nunca antecede a la causa y nada puede definir de ella. Así, es
imposible dar por disuelto jurídicamente el Congreso para inmediatamente
sostener que su Presidente no puede presentar la demanda competencial,
cuando, precisamente, lo que hay por dilucidar en el proceso
competencial es si éste, además de fácticamente, ha sido disuelto
también jurídicamente (de modo válido).
Debe concluirse, entonces y en relación a
la norma N109, no solo que es una norma aplicable, sino que es una
norma que ha sido cumplida a la hora de ser presentada la concreta
demanda competencial. Esta demanda ha sido interpuesta por quien tiene
la representatividad del Congreso: su Presidente (“El
Presidente del Congreso tiene las siguientes funciones y atribuciones:
a) Representar al Congreso”, dice el artículo 32 del Reglamento del
Congreso). Veamos si lo mismo puede ser dicho de la norma N109’.
La inexigibilidad del acuerdo del pleno del Congreso de la República
Es indudable que en el caso concreto la
norma N109’ no se ha cumplido en los hechos. En efecto, a la demanda
competencial presentada por el Presidente del Congreso de la República,
no se ha anexado ninguna acta con el acuerdo del Pleno del Congreso
autorizando a presentar la concreta demanda competencial. Sin embargo,
no todo incumplimiento fáctico significa necesariamente un
incumplimiento jurídico. Saber si este caso es o no un incumplimiento
jurídico, reclama averiguar si la norma N109’ es o no aplicable al caso
concreto. Si se concluyese que sí lo es, entonces, el constatado
incumplimiento fáctico habrá significado irremediablemente también un
incumplimiento jurídico; si se concluyese que no es aplicable, no habrá
habido incumplimiento jurídico y, consecuentemente, la demanda
competencial habrá sido interpuesta debidamente por el Presidente del
Congreso como su representante que es. Al menos tres razones pueden ser
mostradas para sostener que la norma N109’ no es aplicable en este caso
concreto.
En primer lugar, es una básica exigencia
de razón que solo pueda ser exigido lo que es posible de ser cumplido o,
dicho de otro modo, es irrazonable exigir el cumplimiento de lo que es
imposible de ser cumplido. La imposibilidad de cumplimiento puede ser
fáctica o jurídica. En este caso, no cabe duda de que el deber que trae
consigo la norma N109’ es imposible de ser cumplido fáctica y
jurídicamente desde que el Pleno del Congreso no existe porque ha sido
disuelto fáctica y jurídicamente, aunque en este último caso aún está
por dilucidarse si lo ha sido válidamente. La norma N109’ resulta
irrazonable en este caso concreto y, consecuentemente, resulta contraria
al artículo 200 de la Constitución que reconoce expresamente el
principio de razonabilidad.
La segunda razón es el principio de
flexibilidad recogido en el artículo III del Código Procesal
Constitucional en los siguientes términos: “el Juez y el Tribunal
Constitucional deben adecuar la exigencia de las formalidades previstas
en este Código al logro de los fines de los procesos constitucionales”.
Los fines de los procesos constitucionales han sido expresados en el
artículo II del mismo Código de la siguiente manera: “Son fines
esenciales de los procesos constitucionales garantizar la primacía de la
Constitución y la vigencia efectiva de los derechos constitucionales”.
A través de la demanda competencial se
intenta asegurar la supremacía de la Constitución, particularmente, de
la parte referida a la regulación de la cuestión de confianza y de la
disolución del Congreso, así como en relación al derecho fundamental a
ser elegido que titularizan los congresistas disueltos. El principio de
flexibilidad significa un deber de exigir razonablemente el cumplimiento
de las formalidades. Será una tal exigencia razonable aquella que
permite el aseguramiento pleno de la normatividad de la Constitución, es
decir, será una exigencia razonable de las formalidades aquella que no
impida llevar a cabo el respectivo control de constitucionalidad en la
interpretación y ejercicio de las distintas atribuciones y competencias
atribuidas por el Constituyente a los poderes públicos, y que a la vez
no impida al TC cumplir la misión que da sentido a su existencia como
supremo intérprete y controlador de la constitucionalidad en los
términos explicados arriba.
En el caso concreto, es irrazonable
exigir que en estas singulares circunstancias se cumpla la formalidad de
la aprobación del Pleno del Congreso para admitir a trámite la demanda
competencial, no solo porque, como y se advirtió, no es posible de ser
cumplida, sino también porque exigirla impedirá al proceso competencial
conseguir su finalidad y al TC cumplir con el encargo que justifica su
existencia.
Con base en estas dos razones se puede
concluir que la norma N109’ no debe ser aplicada en este caso concreto.
Sin embargo, si no se estuviese de acuerdo, por lo menos se tendría que
estar de acuerdo en que ellas permiten concluir, por lo menos, que en el
caso concreto existe una duda razonable acerca de la procedencia o no
de la concreta demanda competencial. Frente a esa duda, y esta es la
tercera razón, el TC debe aplicar el principio pro actione
recogido también en el artículo III del Código Procesal Constitucional
en los siguientes términos: “Cuando en un proceso constitucional se
presente una duda razonable respecto de si el proceso debe declararse
concluido, el Juez y el Tribunal Constitucional declararán su
continuación”. Es decir, ante la duda, el TC tiene la obligación de
continuar con el trámite y declarar admisible la demanda competencial y
dar iniciado el proceso competencial concreto.
[*] Luis
Castillo Córdova es profesor de Derecho constitucional, de Derecho
procesal constitucional y de Argumentación jurídica en la Universidad de
Piura.
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